domingo, 31 de agosto de 2008

El Estructuralismo

El estructuralismo ha nacido como consecuencia de una profundización de la lingüística. La lingüística, en efecto, se ha dado cuenta de que lo importante no es tanto el contenido de las palabras (lo significado), sino el contexto de las palabras, es decir, el conjunto de relaciones que cada palabra entabla con las demás. Pero ese contexto no es algo que haya sido establecido conscientemente, de una vez, como puede hacerse con la clave de una asociación de agentes secretos. Ha sido el producto de la actividad inconsciente de la colectividad, de tal modo que cada hombre singular se somete a él. En definitiva: las palabras denotan una estructura de relaciones que, precisamente en cuanto estructura básica, puede admitir diversas superestructuras. De poco sirve conocer el contenido, si se desconoce la base estructural que permite que haya contenido.
Esta base estructural tiene sólo una función formal; al menos, el método estructuralista no intenta sino describir posiciones. De Saussure ha ilustrado esta función formal de la estructura con un ejemplo: el método estructuralista se asemeja a una partida de ajedrez, en la que una determinada posición de las piezas prescinde por completo de los movimientos antecedentes. Una determinada posición de las piezas —con todas las posibles y reales relaciones entre ellas— puede ser entendida tanto por el que acaba de llegar a la mesa donde ya dos juegan, como por el que ha seguido la partida desde el principio[1].
En una palabra, no interesa al estructuralismo la génesis de los conceptos, la historia, sino el complejo de relaciones que, en un determinado momento, es posible descubrir. De ahí que se haya definido la estructura como entidad autónoma de dependencias internas.El estructuralismo como método aparece así, a primera vista, con la función instrumental de todo método. Su validez ha de ser juzgada como son juzgados los métodos: si conducen a resultados. Los resultados metódicos del estructuralismo trascienden el análisis breve que quieren ser estas páginas. La justificación de un interés más general sobre el estructuralismo se basa en cambio en el hecho, por todos conocido, de que el estructuralismo es algo más que un método: implica —como, por lo demás, era previsible— una determinada concepción del hombre.
un texto fundamental permite entender el sentido que Lévi Strauss da a esas estructuras en tal explicación antropológica: «Si, como lo creemos, la actividad inconsciente del espíritu consiste en imponer formas a un contenido, y esas formas son fundamentalmente las mismas para todos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y civilizados- como el estudio de la función simbólica, tal como se expresa en el lenguaje, lo muestra en forma tan notable-, es necesario y suficiente llegar a la estructura inconsciente, subyacente a cada institución y a cada costumbre, siempre, por su puesto, que el análisis sea llevado bastante lejos»[2]
Esta determinada concepción del hombre puede resumirse así: el hombre está sometido a estructuras lingüísticas, biológicas, psicológicas, sociológicas, que lo superan, que se imponen sobre él. El hombre no se hace a sí mismo; es hecho por una conciencia colectiva superior a él, de la que, a lo más, es expresión.
Problema estético del estructuralismo
El método estructuralista podría entenderse mejor como un tipo de aportación que contribuye al rigor de la investigación estética desde la metodología propuesta tanto en lingüística como en etnología. Lévi-Strauss nos dice: «Los estudios estructurales no ofrecerían mucho interés si las estructuras no pudieran traducirse a modelos cuyas propiedades formales fueran comparables, independientemente de los elementos que las componen. El estructuralista se proponen identificar y aislar los niveles de realidad que tienen un valor estratégico desde el punto de vista en el que se sitúa o, mejor dicho, que pueden ser representados bajo formas de modelos, cualquiera que sea naturaleza de estos últimos»[3].
El problema sería después determinar si, a propósito de las obras de arte, es posible llegar al mismo nivel de descripción formalizada que es realizable en las estructuras de una lengua o una comunidad primitiva. Podría parecer que una configuración de «modelo» es posible con respecto a una poética (que es ya en sí el modelo operativo de una obra posible), pero no de una obra concreta, que por su complejidad de efectos, por su riqueza de significados posibles, escapa a una formalización en sentido estricto; y, sin duda, en estética, tanto la noción de «modelo» como el sentido del término «formalización» adquirían una significado distinto. En otras palabras, se podría plantear aquí que el estructuralismo ha demostrado la posibilidad de un análisis de la lengua, el problema que ahora se plantea es el de la estructura del habla. Por consiguiente: ¿es posible un análisis estructural de la palabra poética, es decir, de una realidad sígnica, que no entraña simplemente una relación entre símbolos y denotación, sino también el universo «abierto» de las connotaciones?
Prieto asevera:
«La semiología de la comunicación artística es sin duda la rama de la disciplina que enfrenta mayor número de dificultades. Por empezar no existe ninguna certeza de que se ocupe efectivamente de fenómenos comunicativos. Pero, aun si esto fuera demostrado y se pudiera estar seguro de que el arte es una forma de comunicación, que daría todavía el problema del tratamiento objetivo de los contenidos lingüísticos, que de por sí dista mucho de ser fácil. El comportamiento del receptor permite finalmente verificar en forma objetiva los significados de los enunciados de la lengua, mientras que nada parece permitir una verificación similar en lo que concierne a los contenidos artísticos»[4]
La imposibilidad de hacer una lectura simbólica acotada de la obra de arte, y el hecho de que su significado siempre se renueve, no son tenidos en cuenta por la teoría semiótica, razón por la cual la rechazamos como parcial e insuficiente. Oponemos la arte como sistema de signos el arte como sistema de símbolos, y éste es sólo uno de los factores presentes y analizables de la obra de arte.
Los símbolos de nuestra mirada artística son la cotidianidad, la banalidad y la monotonía.
La cotidianidad
La sociedad de consumo supone la programación de lo cotidiano; manipula y determina la vida individual y social en todos sus intersticios; todo se transforma en artificio e ilusión al servicio del imaginario capitalista y de los intereses de las clases dominantes. El imperio de la seducción y de la obsolescencia; el sistema fetichista de la apariencia y alienación generalizada[5].
Ver y ser vistos, esa parece ser la consigna en el juego translúcido de la frivolidad. El así llamado momento del espejo, precisamente, es el resultado del desdoblamiento de la mirada, y de la simultánea conciencia de ver y ser visto, ser sujeto de la mirada de otro, y tratar de anticipar la mirada ajena en el espejo, ajustarse para el encuentro. La mirada, la sensibilidad visual dirigida, se construye desde esta autoconciencia corpórea, y de ella, a la vez, surge el arte, la imagen que intenta traducir esta experiencia sensorial y apelar a la sensibilidad en su receptor.
Nuestra soledad demanda un espejo simbólico en el que poder reencontrar a los otros desde nuestro interior. Buscamos en el espejo la unidad de una imagen a la que sólo llevamos nuestra fragmentación.
Con estupor tomamos las últimas fotografías posibles, un patético modo de certificar la experiencia o de convertirla en colección. Pareciera que la fotografía quiere jugar este juego vertiginoso, liberar a lo real de su principio de realidad, liberar al otro del principio de identidad y arrojarlo a la extrañeza. Más allá de la semejanza y de la significación forzada, más allá del "momento Kodak", la reversibilidad es esta oscilación entre la identidad y el extrañamiento que abre el espacio de la ilusión estética, la des-realización del mundo, su provisional puesta entre paréntesis.
Banalidad
Imágenes de la gran urbe, fragmentos de los últimos gestos humanos reconocibles. Los sujetos indiferentes a la presencia de la cámara se mueven según el ritmo de sus propios pensamientos.
La fragmentación de las imágenes construye una estética abstracta y laberíntica, en el que cada fragmento opera independiente pero, a su vez, queda encadenado al continuo temporal de un instante narrativo único. Podemos retener el mundo entero en nuestras cabezas.
La aceleración y los estados alterados de la mente. Los psicotrópicos. Es la era de la llegada generalizada, de la telepresencia, de la cibermuerte y el asesinato de la realidad. El mundo como una gran cámara de vacío y de descompresión. Como la ralentización de la exuberancia del mundo. Es la implantación de la banalidad.
Monotonía
La voluntad se ejerce –está casi obligada a ejercerse – solamente en forma de deseo, clausurando otras dimensiones que abocan al reposo, como son la creación, la aceptación y la contemplación que es todo lo social en su banal omnipresencia. La única fantasmagoría en este mundo imaginario proviene de la ternura y calor que las masas emanan y del excesivo número de dispositivos aptos para mantener el efecto multitudinario. El contraste con la soledad absoluta del caminar al trabajo —auténtico campo de concentración—, es total.
Vivimos en un universo frío, la calidez seductora, la pasión de un mundo encantado es sustituida por el éxtasis de las imágenes, por la pornografía de la información, por la frialdad obscena de un mundo desencantado. Ya no por el drama de la alienación, sino por la hipertrofia de la comunicación que, paradojalmente, acaba con toda mirada o, como dirá Baudrillard, con toda imagen[6] y, por cierto, con todo reconocimiento.
La renovación
La renovación (que incluye una mejoría y el retorno de la salud) es un volver a ganar: volver a ganar la visión prístina. No digo «ver las cosas tal cual son», podría aventurarme a decir «ver las cosas como se supone o se suponía que debíamos hacerlo», como objetos ajenos a nosotros. En cualquier caso, necesitamos limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las cosas que alcanzamos a ver queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar; y de nuestro afán de posesión. De todos los rostros que nos rodean, los de nuestros familiares son a la vez los que más dificultad presentan cuando con ellos se quieren hacer juegos de fantasía y los más arduos de contemplar con nuevo interés, percibiendo sus semejanzas y diferencias: percibiendo que todo son rostros y, sin embargo, rostros únicos. Esta cotidianeidad es el castigo por la «apropiación»: los objetos cotidianos o familiares (en el peor de los sentidos) son aquellos de los que nos hemos apropiado, legal o mentalmente. Decimos que los conocemos. Son como aquellas cosas que una vez llamaron nuestra atención por su brillo, su color o sus formas y que, ya en nuestras manos, las encerramos con llave en el arca, las hacemos nuestras y, una vez poseídas, dejamos de prestarles atención.
[1] Cf. Saussure, F. Curso de lingüística general. Madrid: Alianza, 1983.
[2] Lévi-Strauss, C. Antropología estructural. Buenos Aires: Eudeba, 1961. pp. 21-22
[3] Lévi-Strauss, C. Antropología estructural. Buenos Aires: Eudeba, 1961. p.300
[4] Prieto, Luis, Estudios de lingüística y semiología. México: Nueva Imagen, 1977, p.170
[5] Debord, Guy, La sociedad del espectáculo, Ed. Pre –Textos, Valencia, 1999, cap. II La mercancía como espectáculo. P. 51 y sgtes.
[6] Baudrillard, Jean, El otro por sí mismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1997.

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